Camino a Uzbekistán: Chernayevka, el cruce del terror




Para ir de Almaty, capital de Kazakhstan, a Tashkent, capital de Uzbekistán, hay dos opciones directas: Tren y avión. Ambas son ampliamente más caras que la otra opción, que implica tomarse desde Almaty un tren o micro hasta Shymkent (todavía KZ), y luego un minibus hasta el cruce fronterizo Chernayevka, donde te dejan a pie, y luego tomarse un taxi hasta Tashkent. Elegí esta última opción.


Estación de tren de Almaty.


Saqué los pasajes para salir el jueves a las 18, y llegar a las 8:45 a Shymkent.
Llegué a la estación con tiempo, por lo que no tuve problemas para abordar, más allá de alguna confusión en cuanto a qué tren tenía que subirme. Una vez dentro, me alegró ver que cada compartimento contaba con cuatro camas, y que tenía calefacción para la noche. Después de la experiencia nocturna en los trenes de la provincia de Buenos Aires, esto era una gran noticia.








Dentro del cuarto estaba un tipo muy pero muy transpirado, vistiendo una musculosa blanca, y pantalones cortos. Su ropa formal estaba colgada en un gancho de la puerta. Nos saludamos, e intentamos hablar como pudimos.
La charla no profundizó demasiado. Le conté que era argentino, que estuve un par de días en Almaty, y que ahora estaba yendo a Shymkent para cruzar a Uzbekistán. Entonces, su cara casi que se desfiguró.
El hombre se tomó la cabeza, y me preguntó “¿Chernayevka?”. “Sí, para ir a Tashkent”, repetí. “No, no, no. Es mejor tomar un avión. Chernayevka es una locura, es peligroso…”, replicó y, acto seguido, hizo con su dedo índice el gesto de decapitación. No pude esbozar otra respuesta más que una risita.
Mientras el tren cruzaba algunas ciudades kazajas, en nuestro compartimento un olor nauseabundo se propagaba casi sin límite. Resulta que este señor llevaba en su bolsa una mortadela y mucho pan (como para 20 sándwiches), y el embutido estaba empecinado en hacerse notar. Instintivamente, me quedé mirando la mortadela, y el sujeto me ofreció. Una vez más, como tantas en este viaje, acepté. Luego, se sacó una selfie conmigo: “¡Para que mi familia vea que conocí a un argentino!”. El viaje recién empezaba.

No mucho tiempo después, mientras comíamos en silencio, un guardia de seguridad se paró frente a la entrada de nuestra cabina, relojeó el panorama, miró furtivamente a los costados, y recién allí se metió. Una vez dentro, cerró la puerta, y de golpe mi compañero de cuarto quedó congelado con su sándwich en la mano. Respiré hondo, y esperé el próximo golpe. 
El guardia se sentó al lado del hombre de la mortadela, y le dijo algo en kazajo. Pronto comenzaron a debatir algo que no comprendí, hasta que el de seguridad hizo el gesto de “platita”. Mi compañero le dijo que no como cuarenta veces, y luego el coimero me dijo lo mismo a mí. También, le dije varias veces que no, primero haciéndome el que no entendía, y luego expresándole directamente mi negativa.

Cansado de insistirnos, se fue. No sé bien todavía para qué pedía coima.

A la hora, hora y media, paramos en una estación, y se sumó otro flaco a nuestro compartimento.
Se acomodó y empezó a charlarme y preguntarme de dónde era. Combinando un poco de inglés y ruso, me dijo que su nombre era Danyar (lo dijo unas 12 veces, sin exagerar, lo que es bueno porque nunca recuerdo nombres), y que estaba volviendo a su casa después de un viaje de negocios.
El tipo parece que está trabajando en la empresa del padre que, si mal no entendí, es una concesionaria. Danyar tiene 24 años, está casado, y tiene tres hijos.
Yo también tengo 24, pero estoy lejos de cualquiera de esas dos cosas.
De cualquier forma, no me pareció rara su situación, puesto que los kazajos con los que pude charlar me expresaron que la gente de la región suele casarse y formar una familia apenas entrados los 20 años. Me comentó que no quiere que su esposa trabaje, porque así puede “dedicarse a la familia”.


Andenes de la estación de Almaty. Mi tren era el de la izquierda.







Luego de su historia, le conté cuál era mi itinerario, y su reacción fue otro golpe bajo. “¿Chernayevka? ¿Frontera de Chernayevka? Amigo, siento decirte esto, pero quizás tu viaje termine ahí”. En esta ocasión, no me pude reír.
Ya había oído historias de ese cruce, pero no a ese punto. En mi cabeza estaba preparado para tener que enfrentar robos, largas horas de cola en migraciones, oficiales ansiosos de soborno, y algún que otro intento de secuestro. Pero que mi viaje “terminara” ahí no era una opción que manejara hasta el momento.
La verdad es que venía nervioso desde hacía varios días (de hecho, estiré mi estadía en Almaty porque no podía sacar valor para empezar el tramo final a Uzbekistán), y estos comentarios me ponían cada vez más tenso. Por eso, cambié de modo sillón a modo cama, y me acosté un rato. Mi compañero de la mortadela también lo hizo, mientras que Danyar se había ido a no sé dónde.

La verdad que debo insistir sobre este punto: los trenes son una maravilla. Sin más, conecté el celular al cargador de la cabina, y me puse a escuchar música. 


Mi cuartito en el tren.


En ocasiones, cuando nos abruman ciertas situaciones, uno tiende a la añoranza, y empieza a rebobinar sobre hábitos y recuerdos que tiene con personas que quiere. A mi modo de ver, este es un ejercicio contraproducente, porque tiende a inducirte en un estado de tristeza, producto de querer estar con quienes en ese momento no te acompañan.

Intenté cambiar el foco para no caer en esa espiral descendente pero, por suerte, no hubo necesidad; dado que apareció el amigo Danyar, y me dijo de ir a tomar una cerveza al restaurante del tren. “Yo invito, amigo”, me juró.
Remoloneé un poco, pero terminé diciéndole que sí. Ya era de noche.

Caminamos hasta el vagón contiguo, y nos sentamos junto a otro kazajo, que se estaba dando un banquete de no sé qué con cebolla, acompañado por un té con leche. Olía realmente muy mal, pero el tipo le entraba con pasión.
Pronto este muchacho se fue, y quedé mano a mano tomando una cerveza con mi compañero de cuarto.
Me relató sus viajes de negocios por Lituania, Letonia, Serbia, Alemania y Rusia. En su historia se repitió un comentario que vengo escuchando a lo largo de todo el viaje: “En Moscú los rusos son unos asquerosos”.
Continuó y volvió a contarme de su familia, agregando esta vez que su madre era chef, y luego me preguntó por la mía. Le pareció divertido cómo se pronunciaba mi apellido, y quedó encantado con el nombre de mi ex novia (Lara). “A mí me gustan esos nombres, no como en mi ciudad, que ponen siempre nombres turcos. No sé qué les pasa, son horribles”, bromeó. De paso, me preguntó cuándo iba a casarme con ella y tener hijos.




De alguna manera, volvimos a caer en el tema de Chernayevka y, ante mis reiteradas preguntas de preocupación, me dijo que él me iba a ayudar a llegar hasta la frontera: “Si te ven a vos solo en la estación de tren de Shymkent, te van a matar con los precios. Yo puedo evitar que quieran estafarte y ayudarte a que llegues a Chernayevka. Eso sí, una vez que llegues ahí, estás por tu cuenta”.
Tomamos dos o tres vasos grandes de cerveza, y a mí los nervios ya me empezaron a pegar para el sueño, por lo que le dije a Danyar que le agradecía por las cervezas, pero que iba a ir a dormir. Medio que no le gustó la idea, así que traté de ser lo más sonriente posible, y entonces cambió la cara y me aclaró que si quería decirme algo me iba a despertar (wtf).
Sin embargo, cuando estaba yendo al otro vagón, me frenó y me pidió que nos fumáramos un cigarrillo, y si por favor lo dejaba grabarme mandándole saludos a su familia. Primero hicimos lo del video (me anotó 4 nombres en un papel), y luego fuimos al sector fumadores. Me convidó unos puchos bastante ricos y suaves.

No pasó un minuto, que entró un viejo ebrio a nuestro sector. Le pidió un cigarro a Danyar, nos saludó con la mano, y nos tomó del hombro cariñosamente mientras decía unas cosas.
Danyar le comentó que yo era argentino y que no entendía nada de lo que él decía. Cuando supo que yo era extranjero, el viejo se puso eufórico.
Se desabrochó los primeros botones de la camisa y mostró una cicatriz enorme a lo largo del pecho. A partir de eso, levantó la mano en señal de victoria: “¡Esta operación me la hicieron gratis! ¡Que viva Nursultan Nazarbayev! ¡Que viva Kazakhstan!”. Nazarbayev es presidente del país desde 1991.
El señor expresó su alegría por la decisión del líder de haber instaurado la salud libre y gratuita en el país, y también juró que, si alguien le quería hacer daño al mandatario, él sería el primero en la fila para recibir la bala por él. Toda esta arenga al presidente habrá durado mínimo unos 20 minutos.
Luego del embate político, el viejo se retiró, y yo le seguí. Saludé a Danyar, y me metí a mi cabina.

Antes de recostarme, me senté en el borde de la cama, y miré por la ventana cómo la luna llena iluminaba la llanura kazaja, permitiendo ver claramente qué había sobre el terreno. Por un instante, todos mis nervios y miedos se borraron con el espectáculo natural, planteado como si esperara que alguien lo pintase. El arte siempre puede volverte a empujar hacia la vida.

Finalmente me acosté y, rápidamente, me dormí.

Por alguna razón, en medio de la noche, Danyar me despertó para decirme que, al llegar a Shymkent, íbamos a pasear en su moto y luego su esposa iba a preparar un almuerzo impresionante. Le puse mi mejor cara y tono de dormido, y enseguida se fue de la cabina hacia el restaurante (imagino). En ese tren tuve el sueño más profundo en meses.

Desperté a la par del amanecer, y disfruté una postal muy bella: el valle kazajo sobrevolado por halcones, adornado por montañas a lo lejos, y cada tanto un par de caballos o cabras.

Inicialmente hablé dos palabras con mis compañeros de cuarto, pero la hora siguiente me quedé mirando la ventana. Ya no faltaba nada para llegar a Shymkent.

Bajamos del tren, el guardia coimero nos miró con cara de orto, y junto con Danyar nos despedimos del otro señor que estaba en nuestra cabina. Atravesamos la estación, y llegamos a la rotonda de la entrada. “No vamos a tomar un taxi”, fue lo primero que dijo el kazajo, y explicó: “Están muy caros. Nos va a convenir tomar un colectivo. Primero nos bajamos en MegaPlanet para tomar una foto, y luego subimos a otro hasta Chernayevka”.
Esperamos 15 minutos, hasta que llegó un colectivo y nos subimos. El muchacho parece que estaba empecinado en ir a MegaPlanet a sacarse una foto, por lo que pensé que debería ser un lugar icónico o algo por el estilo.
Luego de bajar, caminamos hasta un shopping que sería apenas un poco más grande que el de Maschwitz, e hicimos la foto. Una vez cumplido el fetiche, tomamos el último colectivo hasta Chernayevka.


Danyar en su amado MegaPlanet.





Tras media hora de bondi, abandonamos el transporte y descendimos en una avenida gigantesca en cuyos costados de golpe se cortaba la urbanización, y podías ver a lo lejos cómo el camino avanzaba hacia la nada. No había frontera a la vista, pero Danyar caminaba a paso firme, y yo le seguía, mientras un montón de personas se acercaban ofreciendo cosas que no entendí.
Entonces, llegamos a pocos metros del fin de la ciudad, y mi compañero habló: “Chernayevka está a una hora de aquí, por este camino”. Lo miré intrigado por recibir algún comentario adicional pero… no, no lo había, y reiteró: “En esta dirección está Chernayevka, a una hora”, mientras señalaba el horizonte.
Le pregunté si tenía que ir caminando hasta allá, y me dijo que no era buena idea. “¿Qué hago entonces?”, pregunté, y miró hacia atrás. “Creo que esta combi te puede llevar”, supuso, y se acercó a un grupo de kazajos.
Luego de hablar cinco minutos, se me acercó, y me dijo que subiera, que ellos iban a Chernayevka. “Ellos llegan hasta la parte inicial de la frontera, y luego tenés que caminar. Tené mucho cuidado, Tomás. Un placer haberte conocido”, dijo, y se despidió con un fuerte apretón de manos. Ahora sí, estaba por mi cuenta.

Esperé adentro de la combi unos veinte minutos con el sol pegándole sin piedad y, cuando por fin se llenó, salimos.

La ruta era esta misma avenida (a veces de asfalto, otras de piedra, y por tramos de tierra), pero parece que no está muy definido el tema de los carriles, porque eran tres, pero el del medio a veces era de una mano y otras la contraria. Creo que era a ojo el asunto.
A lo largo del camino, se veía en el paisaje primero un descampado, y luego empezaban a aparecer pueblitos, todos con alguna mezquita de cúpula azul. Al costado de la ruta, abundaban pequeñas y precarias carretas tiradas por burros, y cada tanto algún pastor con ovejas. Dentro de la combi viajaban señoras ancianas con velos multicolores, y hombres con dientes postizos de oro.
Por primera vez, me sentí realmente lejos de casa. Es decir, constantemente siento la distancia, pero este tramo me hizo creer que toda mi historia era sólo un dato inútil en ese contexto.


Adentro de la combi.




Después de un viaje de poco más de una hora, llegamos a Chernayevka. La frontera estaba a 200 metros, así que no hubo que caminar mucho.
Mi plan era seguir a mis compañeros de combi en su ruta hacia el control policial pero, ups, sorpresa: Todos tomaron direcciones distintas.
No me quedó otra que avanzar en solitario, con cualquier cantidad de personas acercándose. Algunos ofrecían cosas, otras pedían dinero, y un par hablaban casi susurrándome al oído proponiendo andá a saber qué.

Sin mayores dificultades, llegué al control fronterizo kazajo, donde pasé más o menos 40 minutos, y dieron muchas vueltas con mi pasaporte, pero eventualmente resolvieron el asunto y me dejaron pasar.
Al pasar al lado uzbeko, me topé con una fila enorme, y me formé. Un policía iba pasando y revisando pasaportes. Cuando vio que era argentino, me agarró y me hizo pasar por delante de todos los que estaban esperando, y me acomodó en una de las filas donde sellaban el documento.

Una vez que estuve frente al oficial, le entregué mi pasaporte, lo miró detenidamente, y llamó a sus compañeros. “¡Adivinen de dónde es este pasaporte!”, los desafió, a la vez que tapaba el nombre del país. Este oficial se encargó que TODOS sus compañeros se acercaran a jugar a la adivinanza, provocando una demora enorme en todo el control de frontera atestado de gente. Dato de color: Ninguno adivinó.

Terminado el jugueteo, el oficial volvió a mirarme, tomó el sello, y dudó. Dijo algo a su compañero, y nuevamente observó mi pasaporte mientras se tomaba la pera. Eventualmente, hizo un gesto de “ya fue”, y puso el sello. Oficialmente había entrado a Uzbekistán.




La fase siguiente del control era llenar un formulario en cirílico, donde tenías que indicar tus datos personales y tus pertenencias, haciendo hincapié en aparatos electrónicos y dinero en efectivo. Un señor y una anciana se me acercaron y me ayudaron a completar la forma, pero después noté que había un ejemplo traducido al inglés en la pared (para que lo pudieran ver los turistas), y me di cuenta que me lo habían llenado mal. Así que me tomé todo el tiempo del mundo en llenar uno nuevo, y me acerqué al control de pertenencias.

Esta era la parte más temida de la frontera. Muchos viajeros relataron cómo los hicieron prácticamente desnudarse, les revisaron el contenido de sus aparatos electrónicos, y luego les exigieron coima.
Sin embargo, e increíblemente, conmigo bastó pasar mis bolsos por rayos X para dejarme pasar. Lo más temido en la previa ya había pasado.

Desde allí, caminé hasta la entrada a Uzbekistán y tomé un taxi. Le dije al chofer que sólo tenía moneda kazaja, y aceptó. Dio varias vueltas hasta llevarme al hostel (el tipo no sabía bien dónde estaba), y al final lo encontró.
Una vez en el hostel, me mostraron mi cama, acomodé mis cosas, y me quedé dormido durante tres horas, casi que fue un desmayo. Mi cuerpo y mente me pedían pasar 5 días solo y encerrado para relajarme, pero al día siguiente tenía que encontrarme con un camarada uzbeko para pasear por la ciudad, por lo que mi reclusión se postergó.


Y sí, después de tantos años de anhelarlo, había llegado a Uzbekistán. No caí en la cuenta hasta que, meses después, finalmente regresé a Argentina.



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