Odisea en Estambul, Turquía
La verdad
es que tenía pensado primero subir cosas de la estadía en Rumania, y después
hacer un balance general de lo que fueron los Balcanes, pero Estambul me dio
una bienvenida que difícilmente pueda olvidar.
Llegué a la
ciudad a las 4:30 de la mañana, después de haber tenido el mejor viaje en micro
hasta el momento (por lejos), y me enseguida me sentí motivado por estar
pisando la urbe que alguna vez se llamara Constantinopla.
Salí de la
terminal y, una cuadra después me encontré con una parada de taxis. Pasé por
varios que me querían matar con el precio, hasta que me topé con uno que no
hablaba inglés. Le pregunté cuánto costaba hasta la dirección a la que tenía
que ir y, como no entendió, llamó a un compañero suyo, que me dijo “10
dólares”. “Cuánta guita”, pensé, pero estando a las 4:30 de la mañana en un
país que no conozco, tras casi 12 horas de viaje, y teniendo el hotel bastante
lejos del lugar… agarré viaje.
El chofer
era bastante simpático, e intentó hablarme como pudo, pero fue difícil ya que
el tipo realmente no cazaba una de inglés, y mucho menos de otro idioma. Y
bueno, yo tampoco hablo turco, así que entre señas más o menos conversamos, y
hasta me convidó galletitas. Quién diría que todo lo que vendría después sería
una catástrofe…
Después de
15-20 minutos de taxi, llegamos a la dirección indicada por el hotel en
Booking, y el conductor frenó en una plaza. “Aquí es, tienes que cruzar la
plaza”, me dijo a su manera. Por alguna razón, algo en mi interior me gritó que
tuviera cuidado, y por eso le contesté: “¿No podrías alcanzarme hasta la
puerta?”. Tras deliberar unos minutos, terminó metiéndose adentro de la plaza (de
esas que son puro cemento y que enganchan con peatonales, así que no tuvo
dificultades para hacerlo), y frenó en la mitad: “Hasta acá puedo llegar”, juró
entonces, y me dispuse a pagar.
Saqué los
10 dólares, y se los di, pero el tipo se me quedó mirando: “No, no”, y me hacía
señas como de números. Con el drama del idioma mediante, entendí que me quería
cobrar otra tarifa (aunque ya lo suponía), y le pasé mi celular en modo
calculadora para que pudiera ingresar el precio. “22” , tipeó en la pantalla, y mi
cara ya nunca fue la misma.
-Me dijiste
que eran diez dólares –esgrimí.
-No, no,
no, 10 kilómetros ,
no 10 dólares –aseguró el chofer.
-No tengo
más de 10 dólares, por eso me subí a este taxi –repliqué.
-10 más 10
más 2 dólares, no 10 –insistió, volviendo a hacer señas.
-No tengo
más que 10 dólares, lo siento, después sólo tengo pesos, lei, leva, dinares y
lekes, y no creo que ninguno te sirva.
Tras
articular esto último, mi único deseo ya no era llegar al hotel, sino bajarme
de ese taxi. Lamentablemente, tuve que descartar rápidamente mi anhelo de
liberación: De repente, dos hombres se subieron al auto, y comprendí que mi
suerte había firmado su sentencia de muerte.
Como
instinto de supervivencia, abrí la puerta en menos de un segundo, pero uno de
ellos me llamó en inglés:
-Amigo,
¿cuál es el problema? –indagó, mientras yo ya estaba prácticamente afuera del
taxi.
-Estamos buscando
un hotel, pero no me quiere dejar en la puerta.
-¿Cuál es
la dirección? –consultó y, con precaución, le mostré la dirección en mi
celular- No, no… esto no es aquí –comentó, y luego dijo unas palabras en turco
al chofer, que se agarró la cabeza.
-¿Qué
ocurrió? –pregunté.
-No es aquí
el hotel. Hay dos que se llaman igual, y él te trajo al equivocado, el que tú
buscas está a uno o dos kilómetros de aquí. Ya le dije que te lleve, no te
preocupes.
Acto
seguido, los hombres que habían subido al taxi se retiraron, y el chofer reculó
y me llevó a la nueva dirección. Mientras tanto, el eco de Roberto Navarro
sobrevolaba mi mente: “Te están tomando de boludo”.
Luego de 5
minutos de dar vueltas sin sentido del chofer (lo noté porque, básicamente, estaba
dando vueltas en círculos), pasamos por segunda vez sobre una avenida y frenó
al lado de otro taxi para gritarle al conductor del mismo que, por cierto,
dormía plácidamente.
Después de
tres o cuatro alaridos, el tipo despertó, y mi taxista le mostró la dirección
de mi celular. El dormilón le hizo gesto de “Ni puta idea, padre”, y
continuamos viaje. Ahí le dije al que me llevaba que tenía un mapa de dónde
estaba ubicado el hotel según Google Maps. Se preguntarán por qué no hice esto
antes, y la realidad es que la dirección que marqué en ese mapa era la misma
que le venía mostrando al chabón, por lo que no había creído que la necesitara…
hasta ese momento.
Tras mirar
el mapita, el sujeto dobló, frenó una vez más para pedir instrucciones a una
persona, y terminó el recorrido unas cuadras después. “Es aquí derecho”, me
indicó, señalando a una calle/pasillo muy precario. “Son 3 cuadras”, aseguró, y
me indicó nuevamente cuánto era mi pago, sin recargo.
Otra vez la
misma discusión: “No tengo 22 dólares. Me dijiste 10” , volví a insistir, y él
seguía en su postura, alegando que era más del doble de lo que me había dicho.
Tras un rato de deliberar sin uno entender al otro, encontré 5 euros en la
billetera, y le hice gesto de “sólo tengo esto y nada más”, mientras le mostraba
los 10 dólares más los 5 euros.
Esto derivó
en una nueva discusión que, finalmente, terminó con él aceptando el dinero y yo
bajándome a mil kilómetros por hora del taxi.
Al fin se
había terminado la primera parte de la pesadilla. Aun así, por suerte o por
desgracia (como cualquier argentino) tengo muy bien incorporado que las cosas
pueden irse al carajo de repente y con muy pocas explicaciones convincentes de
por medio.
Comencé la
etapa final para llegar al hotel, y caminé por donde el chofer me había dicho.
Aparentemente, la calle/pasillo era parte de un barrio medio rancio, con mucha
gente durmiendo en el piso, borrachos gritando y dando vueltas, personas en
situación de calle pidiendo cigarros o dinero, travestis invitando a
¿conversar?, y algunas prostitutas riendo histéricamente. Todo esto, acompañado
por una estética bien de barrio under, al estilo de los que te muestran en las
películas que transcurren en New York (con sirenas de policía sonando de fondo
y todo, pero en clave turca), y un olor a basura notable.
A pesar de
los 300 metros
prometidos por el taxista, creo que habré caminado 4 cuadras por este suburbio,
hasta que derivé en una avenida, y de allí fueron 2 o 3 cuadras más. Al venir
de Sudamérica, creo que es más o menos preciso decir que un barrio así no es
desafío para nosotros en líneas generales, si bien no siempre se puede escapar
a un grupete que te quiere increpar. El inconveniente era que llevaba en mis
espaldas la mochila gigante y, ante cualquier eventualidad, correr dejaba de
ser una opción, y “pararse de manos” en Turquía no parece buena idea.
Terminado
mi paso por este lugarejo, seguí derecho y pregunté a varias personas dónde
estaba mi hotel. Casi todos me indicaron que siguiera el rumbo que venía
manteniendo, tras lo que por fin llegué al punto indicado, a la altura número 8
de la calle. Suspiré, y sonreí por un segundo, puesto que ya no faltaba nada
para poder hacer el check-in y dormir como un cerdo.
Sin
embargo, al llegar a la dirección, no había hotel. En cambio, había un edificio
de 10 pisos donde, al parecer, había un banco y oficinas. Entonces, di media
vuelta y miré alrededor, y descubrí con terror que estaba en la misma plaza en
la que el taxista me había dejado la primera vez. “¡La puta madre!”, exclamé, al
mismo tiempo que pegué un pisotón.
“Bueno,
quizás esté a la vuelta”, me dije para tranquilizarme, y doblé por la peatonal
que cruzaba la esquina. Hice ida y vuelta un par de veces, hasta que encontré
una cafetería que se llamaba igual que el hotel. Antes de entrar, un anciano se
me acercó y me dijo algo en turco, a lo que yo simplemente le contesté el
nombre del hotel y si sabía dónde estaba. Me hizo señas como que sí sabía, y me
acompañó por las escaleras hasta la cafetería.
Allí el
anciano me hizo contacto con un flaco que estaba de turno en el local, y hablé
con él. Por suerte, sabía inglés:
-¿Qué
ocurrió, amigo?
-Disculpá,
es que estoy buscando este hotel –respondí, mientras le mostraba la captura de
pantalla con nombre y dirección.
-Hm… esto
debería ser en esta esquina, pero no hay ningún hotel ahí –esbozó, confirmando
mi lamento.
-¿Tenés
idea dónde está? –consulté, mientras el anciano miraba atentamente cómo
conversábamos.
-No, pero
podemos cruzar la plaza y preguntar ahí. Quizás alguien sepa.
-Ok, está
bien.
Salimos los
tres de la cafetería, y el anciano nos despidió a ambos, para ubicarse en su
puesto de revistas en la peatonal. Mientras, seguí caminando con este nuevo
personaje hasta el otro lado de la plaza, y solicitamos información a un empleado
de un hotel 4 o 5 estrellas. Primero hablaron ellos en turco, luego el
trabajador del hospedaje me preguntó a mí, y le volví a explicar lo mismo. Me
pidió entonces un número de teléfono del hotel, y llamó.
Cinco
minutos después, cortó, y se dirigió a mí:
-El hotel
no está aquí, pero ni siquiera está cerca. La dirección que tienen es una
estafa.
-¿Dónde
está? –pregunté, casi rogando.
-Está a
unos 20 minutos de aquí. No es difícil llegar, pero tendrás que caminar
bastante.
-No hay
problema, seguiré tus instrucciones.
-Mirá,
tenés que ir por esta calle de acá derecho, y después preguntá por el Hotel
Peralis. Al lado del Hotel Peralis está el tuyo.
-¿Sigo
derecho por ésta?
-Sí… pero
no te conviene, es peligroso. Mejor andá por la que está al otro lado de la
plaza, porque si no puede ser que tengas problemas.
Le agradecí
infinitamente, y volví a cruzar la plaza con el que me había acompañado
inicialmente, que dijo:
-Tenés que
tener cuidado, en Estambul hay muchos que buscan problemas.
-Ok. Bueno,
al menos las personas a las que pedí indicaciones para llegar a la supuesta
dirección del hotel me indicaron bien.
-Sí, pero
tampoco te fíes, porque muchos son extranjeros y te mandan a cualquier lado
–dijo, y frenó para señalar la calle por la que tenía que ir- Es por aquí
derecho, pero andá por la mano izquierda, porque si vas por la derecha vas a
terminar en un barrio peligroso –el mismo por el que había venido- tenés que
seguir por la misma vereda hasta terminar en una plaza. Frente a ella vas a ver
al Hotel Peralis, y al lado está el tuyo. Yo estoy de turno en mi trabajo hasta
las 9, si te perdés o algo así podés volver y vemos qué se puede hacer.
Le agradecí
mucho más que a cualquier persona a la que le haya agradecido en mi vida, nos
dimos la mano, y emprendí mi marcha.
No tuve
mayores problemas en mi trayecto, apenas si se me acercaron personas para
pedirme cigarros y les convidé a dos. Vale señalar que, en este tramo de mi
travesía, fumé sin parar.
Finalmente,
y pidiendo nuevamente indicaciones, llegué a la tan ansiada plaza pero,
lamentablemente (aunque ya sin sorpresa), no encontré el Hotel Peralis.
Pregunté por mi hotel a unos empleados de un alojamiento cheto (supuse que
hablarían inglés), y me dijeron que fuera derecho por una calle que era en
bajada.
Bajé y me
encontré con el Peralis, pero no había otro hotel al lado. Caminé las calles
linderas y tampoco lo hallé, por lo que seguí derecho por la misma ruta que
estaba el Peralis, y seguí preguntando.
En esta
nueva racha de indicaciones, todos me dijeron que siguiera derecho, pero
caminaba y caminaba, y ningún hotel se presentaba ante mí. Entonces, vi un tal
Golden Istanbul Hotel, y entré a consultar. Le pedí mil disculpas al flaco que
estaba de turno por joderlo preguntándole por otro alojamiento, pero le conté
que ya hacía rato largo que venía deambulando para encontrar mi hotel.
El tipo me
dijo que no me hiciera problema, y que intentaría solucionarlo. Me pidió número
de teléfono del hospedaje, y llamó. Luego de un rato de charla, cortó y me
explicó:
-Tenés que
ir por esta calle cuesta arriba –por donde había venido- hasta encontrarte con
el Hotel Peralis. Cuando veas este hotel, tenés que doblar en la primera a la
derecha, y después a la izquierda. Es un pasillo peatonal donde hay algunos
negocios. Está medio escondido, pero si recordás las indicaciones lo vas a
encontrar.
Agradecí
por décima vez en la mañana, y seguí sus instrucciones. A mitad de camino
empecé a reírme de mi infortunio en la calle, ganándome algunas miradas raras
de un par de personas.
Nuevamente
en la puerta del Hotel Peralis, hice el zig-zag necesario y, FINALMENTE, llegué
a mi hotel.
Al entrar,
me atendió un muchacho con los ojos delineados, que me pidió que tomara
asiento, todo con mucha mala onda.
-Señor, ¿usted
tiene una reserva? –preguntó.
-Sí, la
hice hace una semana y media. Mi nombre es Tomás Bitocchi.
-Está bien.
Voy a chequear…
-Ok
–repliqué, ya más aliviado por estar en el lugar indicado.
Minutos más
tarde, retomó:
-Señor,
usted está anotado como que no se presentó. Su reserva comenzaba a partir de
ayer, además, su tarjeta fue rechazada.
-Sí, ya sé,
de hecho, envié un mensaje explicando que iba a probar con una nueva tarjeta,
pero que por favor no cancelaran mi reserva porque ya había comprado los pasajes,
y hasta me ofrecí a enviarles una foto de mis boletos. Además, expliqué que
llegaría esta mañana, pero que igualmente pagaría la reserva completa, más allá
de venir casi un día después.
-Lo siento
señor, no llegó su mensaje.
-¿No? Mirá,
acá lo tengo –saqué mi celular, abrí Gmail (que guarda en el sistema los emails
aun sin conexión), y le enseñé mi texto.
-Ah… ¿y no
recibió respuesta?
-No.
-Bueno,
mire, el problema es que el hotel está lleno, no hay habitaciones.
-¿Y nadie
se va hoy? No debe faltar mucho para la hora del check-out.
-No lo sé,
yo no trabajo aquí, sólo estoy cubriendo a un amigo mío por un rato. Deberías
esperar por él.
-¿No
trabajás acá? ¿A qué hora llega tu amigo?
-En una
hora, hora y media.
-Bueno, lo
espero. ¿Tienen Wi-Fi?
-Sí, claro,
esta es la clave –dijo, deslizándome un papel sobre la mesa.
Hasta ese
momento, estaba empecinado en la idea de hospedarme a toda costa en ese hotel
pero, con este recibimiento, la testántomandodeboludo-señal se activó al 100%,
y creí conveniente rajar cuanto antes.
Me intenté
conectar a Internet para buscar otro hotel por la zona, pero resulta que no me
agarraba el Wi-Fi, ni con el celular ni la computadora. Por eso, dejé mis cosas
en la recepción, y salí a caminar para averiguar precios de hoteles cercanos.
No encontré muchos, y el más barato terminó siendo el famoso Hotel Peralis.
Regresé a
mi fallido alojamiento, recogí mis cosas, saludé al amigo de la persona que
teóricamente tendría que estar trabajando, y me mudé a otro hotel, donde sólo
pedí una noche, para después buscar online algo más económico. Cuando por fin
pude acostarme, ya eran las 9:30 de la mañana.
Estambul, al día siguiente. |
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