Tormenta de tierra en Bukhara
Hoy mi
compadre uzbeko en Bukhara me pateó la degustación de pizza para mañana.
Generalmente me encanta que me cancelen o posterguen los planes, pero cuando
hay pizza en el medio… no es lo mismo.
A eso de
las 17, el flaco me dijo que mejor lo dejábamos para mañana porque el tiempo
estaba feo, pero me asomé por la ventana y no vi nada raro. “Bueno, le habrá
dado paja”, pensé, y me cambié para ir a tomar un café a la peatonal. Salí al
patio central del hotel, saludé al recepcionista (que ayer le sacaron una
muela, y cada vez que habla hace gesto de dolor), y abandoné el alojamiento.
Apenas salí
al callejón donde me hospedo, una ráfaga de viento terrible me pegó en la cara,
llenándome además los ojos de tierra. Para protegerme, me calcé los anteojos, y
avancé con gesto de “esta ventisca no va a impedir que me tome un café, bitch”.
Bukhara está más o menos en medio del desierto.
Llegué
entonces a la plaza central de la parte histórica y, para mi sorpresa, no había
casi puestos de la feria, y apenas un par de turistas caminaban la calle. De
casualidad miré al cielo, y vi unas tres bandadas de pájaros negros huyendo
hacia el otro lado de la ciudad. Cuando observé el horizonte del que escapaban,
noté que estaba cubierto por una nube gigantesca entre grisácea y marrón, que
menguaba con fuerza la luz del sol.
Seguí
avanzando entre el viento y la poca gente, mientras la cortina celestial se
volvía mucho más grande y oscura. Aunque tragando tierra, al final llegué a la
cafetería.
Pedí un
café con leche hermoso, servido por una camarera que, por cómo habla y te mira,
en Argentina parecería que te está tirando onda o que quiere alguna clase de
acercamiento. Aquí en Uzbekistán, sin embargo, esa parece ser una actitud
habitual tanto entre hombres como mujeres, una especie de vaivén entre curiosos
e invasivos.
Feliz por
haber alcanzado la meta, me ubiqué en las sillas de la terraza, y me sumí en el
arte de la contemplación. Quién diría que, pocos minutos después, vería cómo se
levantaban polvaredas a lo lejos y, advertidos por el quilombo, los pocos
puesteros que quedaban en la peatonal empezarían a levantar todas sus cosas.
Ahí fue
cuando finalmente capté lo que se venía, por lo que pagué mi café con urgencia,
y casi que corrí hasta el hotel. Sí, podría haberme quedado en el local, pero
realmente no sabía cuánto duraban estos eventos, así que preferí volver a mi
hogar provisorio.
Poco antes
de llegar al alojamiento, estalló la tormenta de tierra.
Al parecer,
el amigo uzbeko tenía la posta en dudar sobre el clima y cancelarme pero... ¿Y
LA PIZZA, DÓNDE ESTÁ LA PIZZA?
Mi corazón
late por vos, pizza, mi amor. Quiero tu masa, quiero tu queso… que en mi boca
se diluyen con tanto sabor. A vos, amigo, si no sos pizzero, te digo, nunca es
tarde para sumarse a este clamor.
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